martes, 27 de marzo de 2012

Relato Malvada Locura I

MALVADA LOCURA

TÍTULO: Malvada locura
AUTOR: Vicent Cavalo
E-MAIL: vicentcavalo@gmx.es

Todos le temen, todos le tienen por una especie de brujo con poderes que nadie quiere desafiar. Es como un gran ídolo de piedra, que apesta a orina y jamás se calla. Palabras y más palabras; oscuras divagaciones absolutamente incomprensibles, siniestras premoniciones, retorcidas declamaciones... es como estar frente a una especie de oráculo milenario de vientre hinchado y aspecto hediondo que no deja de beber una copa de vino tras otra como si fueran libaciones al oscuro dios que le ilumina.
Palabras en las que no te detendrías a reflexionar ni por un instante, si no fuera porque de repente, de algún modo inexplicable, te das cuenta de que es de ti de quien está hablando. Entonces te encoges en tu silla y un escalofrío recoge tu espalda, mientras él te sonríe, destapando una sonrisa arruinada, gris y torcida que evoca en tu imaginación las lápidas de un antiguo cementerio ya abandonado. Eso hace que te encojas aún más en tu silla, frente a él, que se mantiene altivo y poderoso en una dimensión infranqueable palpando tu miedo; acariciándolo, respirándolo suavemente como si ese fuera el combustible que le mantiene activo y da forma a sus palabras. Palabras que están presentes en todas partes; impregnando el aire que respiras, presentes en el humo que sale de tus pulmones, en las copas que se vacían, en las canciones obscenas de las putas a tu alrededor, el propio vino arrastra su sabor. Es como si todo y todos estuviéramos contagiados, animados por esa fuerza primigenia que exhalaba de sus pulmones. Ya no éramos humanos, tal vez ni siquiera estuviésemos vivos. Nos habíamos convertido en simples vestigios megalíticos de otra era. Habitantes desgraciados de aquella región arcana y olvidada que aún pervivía en sus intestinos, en sus ojos claros e intensos, en su aliento pestilente, en cada fibra de su alma enferma. Nos habíamos convertido en una miserable porción de un mundo exhausto y todavía sublime que desconocíamos por completo y que jamás podríamos comprender. El lugar que ocupábamos en él era el de meras almas en pena, miserables y desoladas arrastradas desde los confines de los tiempos por su voz que empezó a vibrar con más fuerza. Borrachos, olvidados, cansados y angustiados, pertenecíamos por entero a él y eso le satisfacía. Era lo justo. No podía ser de otra forma, como si así toda la puñetera creación estuviera volviendo a su cauce.
Con una mirada satisfecha y una mueca de solemne triunfalismo miraba a su alrededor. A nosotros, almas perdidas, que ebrios cantábamos, gritábamos, discutíamos, nos insultábamos, nos peleábamos, bebíamos en torno al Gran Ídolo.
El estrépito crecía. En un rincón, un par de tías, de no más de veinte años, esqueléticas, con los brazos acribillados, empezaron a besarse en los labios. Se abrazaban, retorcían sus lenguas en la boca de la otra. Bajaban sus camisetas, dejando al aire unos pechos pequeños y pálidos, como dos discos lunares destellando en las tinieblas de aquel nuestro antro, solos y al amparo del Gran Ídolo, que seguía paseando su mirada tranquila y serena por los chulos, los borrachos, los yonquis y las putas: todos inmersos en las nupcias del vino y la carne. Sangre y pasión desatándose como una corriente eléctrica que nos encerraba a todos en un circuito insano de carcajadas, insultos y gritos decorados con canciones y obscenidades. Todos unidos en un sólo espíritu, un sólo cuerpo, un sólo corazón que retumbaba con fuerza y por el que no fluya una sola gota de sangre, ni un ápice de humanidad.
Desde un rincón, La Cojones, miraba con desdén a las dos yonquis que habían acaparado la atención de todos. Su mirada parecía el límite, la frontera eternamente insuperable para los vulgares mortales que separa este mundo de todos los demás. Allí estaba ella: erguida y fría como una diosa del inframundo. "Su cama era lujuria y su plato era hambre”: esa era La Cojones. Una reina del infierno con llamaradas que bailaban en sus ojos, esperando el momento oportuno para desatar toda su cólera.
Miré a mi alrededor, como alertado por una premonición siniestra que me decía que algo terrible iba a suceder. No sabía lo que era, ni pensaba en quitarme de en medio, al revés, la idea de estar expuesto a un peligro insondable y de perecer cruel e irremediablemente, me excitaba, me hacía relamerme de puro goce... y entonces sucedió lo impensable. Escuché el eco lejano, casi imperceptible de una especie de estallido. En ese instante supe que ya nada, ni nadie a mi alrededor era lo que había sido.
Sí, era el mismo tugurio infecto, eran las mismas caras, las mismas voces y aparentemente nada había cambiando, y sin embargo todo era diferente. Como si se hubiera producido un cortocircuito cósmico y todo el Universo, con todo lo que contiene, se hubiera deshecho y se hubiera vuelto a rehacer tal y como era en una fracción de segundo. Quince mil millones de años de evolución recreados en una copia exacta de sí mismo, y sin embargo faltaba algo crucial, algo vital que se había perdido para siempre. Algo que no podía ser nuevamente reproducido. En vano miré a mi alrededor intentando desvelar que era ese algo. Interrogando con la mirada aquellos rostros en los que aparentemente nada había cambiando y en los que era casi visible como se desvanecía en ellos la sombra de algo indefinible e innombrable, algo, que si te mirara a los ojos te haría enloquecer.
¿Qué éramos? ¿Quién éramos? ¿Muñecos de trapo debidamente colocados en un punto del espacio-tiempo por una mano caprichosa que estaban viviendo su segunda vida, tal vez su millonésima vida, como vasijas de cerámica rotas, recompuestas una y otra vez? ¿Con qué finalidad?
Cada vez me costaba más reflexionar sobre todo aquel asunto. Es más, casi ya ni siquiera sabía exactamente porqué tenia que pensar en ello, o en qué estaba pensando realmente. Pero algo de ello perduraba aún en mí. Tal vez no mucho, pero lo suficiente para preguntarme si no había sido todo una ofuscación mía. Si el cortocircuito no se habría producido sólo en mi cerebro. Entonces miré a mi alrededor y supe, sin saber porqué, que todo había cambiado. Hasta el Gran Ídolo, ya no era el mismo. Parecía que había perdido aquel aire de intemporalidad que le caracterizaba. Ahora, era como un gran gorila. Un gorila desolado que encogido en su mesa, miraba con morbosidad a su alrededor... y ¿Yo?, ¿Quién era yo? No era capaz de pensar en mí mismo, no era capaz de concebir la más remota imagen de mí mismo. Frustrado, desconcertado, o tal vez, fascinado con semejante desatino, bebí un buen trago de aguardiente.
Tal vez no existiese un Yo sobre el que meditar; ni mujeres de mirada cansada, medio destruidas o ya destruidas del todo; ni viejos obscenos, borrachos con hilillos de saliva colgándoles de las comisurase los labios; ni yonquis medio derrumbándose, ni rufianes de aire aterrado y feroz al mismo tiempo, con las manos en los bolsillos, esperando una excusa para hundirte sus navajas hasta la empuñadura; ni fulanos malolientes con monos rotos, más negros que azules, completamente borrachos, deambulando por las mesas, ora cantando, ora lamentándose buscando alguien con quien discutir, alguien a quien chupársela o con quien emprenderla a puñetazos. Ya no quedaba nada sobre lo que reflexionar. Allí ya no quedaban seres humanos, ni almas ni corazones que pudieran ser pesados, medidos o cuantificados de alguna forma. Éramos algo parecido a un fenómeno estelar en continúa evolución en la gran cosmorfosis. Los muertos esperaban su turno al otro lado de la puerta para ser uno de nosotros. Dios mismo, enclaustrado en su hiperrealidad, nos miraba de reojo, quería participar, también quería ser uno de nosotros.
De repente, el Gran Ídolo, recuperó toda su solemnidad, abriendo sus ojos en una expresión de horror e iluminación, como si algo terrible y subime al mismo tiempo, le hubiera sido revelado. Se puso en pie y con la cabeza erguida y los ojos quietos, vociferó con voz ronca: "Yo soy el que recibe en la noche a los caídos; con lágrimas me llaman, en silencio me reconocen, con su pena me siguen...muertos”. Todos callaron, miraron al Gran Ídolo. El silencio, el terror apretaba las almas de todos los presentes helando sus tripas, paralizando sus corazones. ¿Miedo?, ¿ a qué? Nadie sabría decirlo exactamente, pero estaba tan presente, tan metido en su interior que parecía que ya ni siquiera respiraban. Sólo La Cojones, permanecía impasible, poderosa y desafiante, mirando por encima de todos nosotros como si quisiera conjurar una tormenta.
"Para andar con los muertos se te ve muy fresquito”, gritó, El Pelos, con malicia, liberando del hechizo a toda la chusma, que envalentonados por aquella burla, nos echamos a reír con saña alejando de nosotros el temor, que hacía tan solo un momento, nos roía por dentro. El Gran Ídolo, inconmovible, aún más altivo, más sombrío, con aquella expresión terrible y mayestática, con los ojos casi sayéndosele de las órbitas, levantó su voz sobre el jolgorio y rugió: "Pelos, qué te hace pensar que mañana, a esta hora, no te estarás presentando ante mí, allí donde Tierra y Cielo son uno, con tú corazón en las manos, cambiando risas por lágrimas que te acompañaran toda la eternidad”. Sus palabras actuaron como un espasmo eléctrico que se propagó rápidamente por el aire, de un cuerpo a otro, dejándolos inmóviles, estáticos, absortos con la mirada fija en el Gran Ídolo, y el cuerpo tenso como estatuas de mármol. Ni un parpadeo, ni un susurro, ni el amago de un gesto. Todos estaban midiendo, pesando las palabras del Gran Ídolo. Un hombre que "sabía cosas”, se solía decir entre susurros, con expectación, como si quisieran decir: "puede acabar con tu vida, puede llevarse tu alma con él al Infierno, podría, si quisiera, maldecirte para siempre y arruinar tú vida”, y ahora, cada cual, a su manera, pensaba en ello, y quien sabe si ya no se verían malditos para el resto de sus días, sobretodo El Pelos.
Ajeno a todo ello, indignado y con aire decepcionado, el Gran Ídolo, se dejó caer en su silla. Parecía agotado, como si pronunciar aquellas palabras le hubiera supuesto un esfuerzo inhumano, dejándolo abatido y exhausto.
Fue La Cojones, divertida con todo aquello, de un modo malicioso que refulgía en su mirada, quien rompió el silencio entonando los primeros versos de una de esas coplas que todos conocían. Avanzando por entres las mesas, arrogante y soberbia, contagiando a todos con su voz y el contoneo de sus caderas. De inmediato volvió el bullicio, las peleas, los insultos, las carcajadas... todo volvió a ese punto en el que se había detenido, como si nada hubiese sucedido. El vino volvió a correr y las dos lesbianas, ya casi desnudas, colocadas y borrachas reinaban en medio del entusiasmo general. Sólo el Gran Ídolo, permanecía ausente, triste, apático, decepcionado, ¿con quién?, ¿con qué?, ¿porqué?, me preguntaba cuando a mi lado se sentó, La Cojones. Me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo algo que parecía venido de algún oscuro confín del Infierno que sentía cerca, muy cerca. Tal vez fuese por su mano trepando por mi entrepierna, mientras con la otra se servía una copa de aguardiente, acabándola de un trago sin que su sonrisa perdiera un ápice de frescura. Como si algo dulce y puro, a pesar de todo, aún habitara en sus labios. Pero eran sus ojos los que me seducían de un modo enigmático, estando, sin embargo, tan llenos de ira, siendo tan duros, tan ásperos, tan difíciles de confrontar... y sin embargo, había algo en ellos que te hacían vibrar, algo que te arrastraba hacía lo profundo... y si te dejabas llevar, he allí, que de repente, después de recorrer un largo y duro camino, descubrías, al final del Infierno, un poderoso y sobrenatural rayo de luz. Entonces era imposible no enamorarse de aquellos ojos con toda su rabia y todo su dolor incluido. "Tienes unos ojos preciosos”, le dije sin pensar, medio perdido en su mirada como se pierde uno en las cosas que sólo uno ha descubierto, que sólo uno sabe que están ahí. Ella me miró directamente a los ojos con fiereza. Su sonrisa se desplomó en el acto dejando tras de si una mueca agria; mezcla de asco y puro desprecio que iba trepando rápidamente por su rostro. "¿Te estoy tocando la polla y tú me hablas de mis ojos?...¡Eres un capullo!”, me escupió en la cara con toda la sequedad de los vientos del Infierno. Yo me limité a contemplarla, ni ofendido ni sorprendido. Se puso en pie, derribó otra copa de aguardiente, me miró, detuvo sus ojos en los míos y antes de irse masculló: " Aquí la belleza no se perdona, no dura, sirve para lo que sirve... llega un momento en que a una misma le da asco”. Se dio la vuelta y se fue, meneando sus caderas pesadamente, hacia un grupo de borrachos marrulleros que la recibieron manoseándola el culo, tratando de besar sus labios, le pidieron que cantara... y ella dejó que la magrearan, dejó que la besasen, les sonrió, les echó la mano a los güevos y cantó como cantaron los ángeles cuando se vieron en el Infierno. Pero sólo yo lo supe, sólo yo veía al ángel.
Giré la cabeza y me topé con el Gran Ídolo. Tenía la cabeza caída, no se movía, no parpadeaba. O había muerto, o había entrado en trance. No me preocupaba lo más mínimo. Me limité a limité a observarlo como si tuviera delante una de esas efigies milenarias de proporciones gigantescas clausurada en esa representación cósmica que los hombres conceden a las figuras sagradas, como si la tierra pudiera participar del Cielo.
Cansado de mirarle, dejé caer la cabeza pesadamente sobre la mesa. En su interior algo daba vueltas y más vueltas; ideas, recuerdos, versos... mentiras y más mentiras, y en mis cojones, miedo a las que vendrían mañana y pasado.
Ahora que el Gran Ídolo, estaba ausente, todo parecía ir a la deriva en un giro dramático.
A mí alrededor, sátiros alocados y ebrios, volvían a asaltar los altares de los viejos dioses. Los buenos dioses, que nos apartaron de ellos, dejándonos aquí abajo.

jueves, 1 de marzo de 2012

Relato Malvada Locura V

Malvada Locura 5 (Quinto relato de la serie Malvada Locura) Ya no recuerdo, ni cuando, ni como sucedió: sólo recuerdo que él vino una noche, envuelto en un olor a flores marchitas, tomó mi voz y se fue dejándome mudo para siempre. Desde entonces no he vuelto a pronunciar una sola palabra. Quisiera volver a escuchar mi voz, quisiera gritar bien alto mi nombre... pero sobre todo, quisiera pedirle que no se vaya, cuando entra cada mañana en mi habitación para hablarme como si yo pudiera contestarle. “Nunca hablará”, le suele decir J a L, que a veces se acerca a J y la besa con ternura en los labios. Mientras, yo me encojo en mi rincón, pensando angustiado, que jamás volveré a decir una sola palabra, que jamás me iré de esta habitación, ¡L, ayúdame, dile que me devuelva lo que es mío!, pero L no puede escucharme. Una lágrima, luego dos, luego tres brotan de mis ojos lentamente como si algo las agarrara. L, desde arriba, ve su brillo, se acerca, me mira un instante a los ojos, luego pasa sus dedos por mis mejillas y borra esa ruta desolada que cruza mi rostro. Con el tiempo he aprendido a comprender el silencio como una fuerza similar al flujo y reflujo de las mareas. He aprendido que el silencio no es exactamente lo que parece. He aprendido muchas cosas, pero lo he aprendido todo demasiado tarde. A veces pienso, que, tal vez, él me haya hecho esto para enseñarme, pero qué exactamente. He pensado tanto en ello, tumbado en el suelo... Me gusta el suelo, me gusta estar en contacto con él. Repto, asciendo, me expando, luego, me encojo, doblo las rodillas y las aprieto contra el pecho hasta que puedo tocarlas con la frente. Ya no soy un espacio limitado, soy un principio continúo, un fin inabarcable. Con mi cuerpo he cerrado un círculo y con él he acabado con todo un ciclo de eras de sangre y sombras. Cierro los ojos y me proyecto por el infinito. El tiempo se detiene. Mi cuerpo asimila mi muerte. Pasado, presente y futuro son sólo un momento que se desvanece rápidamente en mi conciencia. Por última vez contemplo cada momento de mi vida, pero yo no estoy presente en ninguno de ellos. Mis recuerdos se suceden uno tras otro sin mí. Dejo atrás mi existencia instante a instante y el tiempo que los ha formado. Mi tiempo, el genuino, empieza en ese preciso momento en que todo se disipa. Estoy listo para ser orientado como las agujas de un reloj, sólo debo extender mis brazos, sujetar mi cuerpo que cae en giro delirante, situarme en un punto concreto, buscar la dirección idónea y señalar mi nombre. Sólo tengo una oportunidad, pero no lo consigo, siempre me equivoco, me fallan las fuerzas. De inmediato vuelvo arrastrado a mi conciencia, vuelvo a estar presente en mis recuerdos. Mi alma se empequeñece con cada latido de mi corazón, que retumba en un vacío de paredes blancas y un suelo frío donde ensayo un nuevo eje. Violento mi cuerpo y mi mente, de nuevo, en dirección a esa hora beatífica. Lo revivo todo una vez más, pero soy incapaz de lograrlo. Inevitablemente me rindo al impulso lascivo de mi sangre que corre con fuerza. Cuando abro los ojos, a veces, delante de mí, está L, mirándome fijamente a los ojos. No pestañea, siquiera. Parece hipnotizada. De repente su expresión cambia, parece inquieta, tal vez asustada, no sé, es una expresión extraña, temerosa, como si allí, en mis ojos hubiera encontrado algo que la hace estremecerse. Sea lo que sea, me hace sentir avergonzado de mí mismo. Me siento como algo monstruoso que ha sido descubierto reptando en su cueva. Quisiera ocultarlo, enterrarlo en lo más hondo de mi alma...

Relato Malvada Locura IV

Malvada Locura 4 (Cuarto relato de la serie Malvada Locura) No lo entiendo Max, lo único que me tomo en serio es justamente lo que no me sale. No sé como hacerlo, ni sé si algún día lo conseguiré, pero si hay algo en este mundo que deseo, es que lo mío con M. empiece a funcionar realmente, sin peleas, sin discusiones. Lo deseo con todas mis fuerzas, te lo juro, así que me detengo a pensar seriamente antes de actuar, hago lo posible por no cagarla y terminar metido en una estúpida discusión, pero haga lo que haga, al final, terminamos arrancándonos el pellejo ¡Maldita sea! L., te quiero y deseo pasar lo que me queda de vida a tu lado porque no soy capaz de imaginar mi vida sin ti... pero no tengo agallas para decírselo. Eso me jode, me cabrea, me enloquece y entonces, de repente, en medio de todo el follón, ella me dice que no sé que es lo quiero. No soporto que me diga eso, me entran ganas de escupirle una llamarada de fuego y reducirla a cenizas, ¿cómo que no sé lo que quiero?, ¿a qué coño se refiere?, sé muy bien lo que quiero, tanto que me siento permanentemente frustrado: ¡Te quiero a ti so” zorra”! ¿Te has tomado la molestia de pensar en ello, aunque sólo sea por un instante? Sabes, puedo mantenerme sereno, en mis casillas pase lo que pase, no importa lo que sea, yo me mantengo firme, pero con M. es distinto. Todo lo que viene de ella, sea lo que sea, me afecta, me perturba, me enloquece. Tiene el don de hacerme descubrir en cuestión de segundos que soy un capullo y eso puedo aceptarlo, lo que me jode es ser la clase de gilipollas que no puede hacerla feliz. Pero peor es cuando no me dice nada. Se calla y se limita a curvar el labio, impasible, como si estuviera pensando: es sólo un pobre tonto, que pena me da. Entonces no puedo evitar pensar que efectivamente no le falta razón y que soy un imbécil que no está a su altura, que lo más digno sería conformarme y salir de su vida. Es un pensamiento horrible y efectivamente, debería salir de su vida, pero no tengo güevos, tendrá que hacerlo ella. Así que sin más me lanzo a por ella, le hago mil y un reproches, trato de herirla donde más le duela, implacable hago todo lo posible por destruir su corazón, esperando que, al fin, me diga: vete y no vuelvas más. Suplicando en silencio que aquello termine pronto y me mande a la mierda cuanto antes. Pero nunca lo dice. Me da la espalda y se va, con los ojos húmedos sin haberme echado de su vida. En ese instante me siento peor que nunca. Me repugno a mi mismo..... ¿Qué puedo hacer, Max? No me hables de la razón, ellas son la razón, Max. Sí hay algo lógico, razonable en este mundo, son precisamente ellas, lo de más es sólo caos, un sinsentido detrás de otro sinsentido, regido por el gran Dios de lo absurdo que nos ha dado su cruz para robarnos el tercer día. Sólo caos...

Relato Malvada Locura III

Malvada Locura 3
Tercer relato de la serie Malvada Locura

Autor: Vicent Cavalo
E-mail: vicentcavalo@gmx.es

Pasé tres días encerrado en la habitación de una pensión barata, fumando colillas y bebiendo aguardiente, sin desviar la mirada de un retrato enigmáticamente torcido sobre una pared sucia y destartalada, como la de una casa de muñecas tirada en la basura. Durante tres largos días me mantuve inmóvil frente al retrato de aquella mujer. Tendría unos cincuenta años, hermosa, pero fría, con la mirada grave y huidiza como si deseara evitar algo o alguien que se encontraba allí, muy cerca de ella, acechándola. Sin embargo, pese a todo, se mantenía firme, posando, como si en el fondo deseara ser sorprendida.
No sabía qué tenia de excepcional aquel rostro, sencillamente me sentía hechizado, obligado a escudriñar obsesivamente cada rasgo, cada línea, expectante, extenuado, sumido en el delirio aguardando que en cualquier momento sus labios pronunciaran mi nombre, llamándome a su lado. Hasta que, por fin, desistí, enojado con su silencio pletórico y desafiante. Empecé a sentir que había algo de aberrante en todo aquello,en mí, en aquel rostro, en la propia habitación, en todo, pero sobre todo, en ella. Comprendí que estaba inmerso en una burla. Una burla fascinante, brillante y retorcida. Comprendí que las paredes, los muebles, yo mismo y cuanto existía a este lado de la tela, éramos tan sólo un intento frustrado frente a aquella otra realidad más exquisita y sabia, que emergía de aquel rostro que rehuía el mío como si yo fuera ese algo que la rondaba. Comprendí que lo que tenía enfrente, era la perfecta conclusión de un mundo que había sobrepasado sus límites.
Turbado, miré a mi alrededor, inquieto, con la sensación de que, pese al silencio y la quietud, algo se estaba desatando entre aquellas cuatro paredes. Podía sentirlo.
La realidad que nos rodea es un acontecimiento breve y fugaz que, allí, en aquella habitación había perdido su carácter momentáneo. El tiempo no transcurría, aguardaba. Yo, las paredes, los muebles, éramos en aquel instante detenido, en aquel punto de encuentro la tosca perspectiva de un mundo que ya no existía. Éramos una ilusión, un engaño y, sin embargo, yo, con aquel descubrimiento, me sentía más vivo que nunca. Me sentía como supongo que se se sienten los moribundos cuando, con su último suspiro el mundo se extiende un poco más allá de donde era posible que existiera algo. Tal vez eso fuera el Cielo. No sabía como había llegado, pero sí sabía que no era para quedarme.
Esperé, esperé durante tres días sin dejar de mirar aquel retrato torcido sobre la pared agrietada. Durante tres días esperé inútilmente un desenlace... una noche, me fui sin más, deseando olvidarlo todo.

Relato Malvada Locura II

Malvada locura 2
Segundo relato de la serie Malvada Locura.

Título: Malvada locura-2 (segundo relato de la serie malvada locura)
Autor: Vicent Cavalo
E-mail: vicentcavalo@gmx.es

Me despierto con el cuerpo tenso, tiritando, cubierto de sudor sin saber muy bien donde estoy. Cada noche la misma pesadilla, acosándome como una maldición y cuando despierto: ese dolor. Un dolor venido de las vértebras que me hiela por dentro. Sentado en la cama enciendo un cigarro. Tres, cuatro, cinco caladas desesperadas se suceden una tras otra. Abro aún más los ojos en la oscuridad para asegurarme que él no está ahí, a mi lado, en silencio, observándome. Para asegurarme que todo ha sido sólo una pesadilla y que ahora estoy a salvo. Aunque no me siento a salvo, ni despierto, ni tan siquiera vivo, tan sólo aterrado, con la sensación de que algo terrible está a punto de suceder. No puedo evitar pensar en ello, imaginar qué será y cuanto más pienso en ello, más atroz es el circo de crímenes que desfila por mi mente. "Anda, duérmete, Alf”, murmulla S medio dormida. Dios, parece una lombriz raquítica y legañosa intentado estirarse en la tela de una araña. Se agita, abre y cierra los ojos, murmura, intenta atraerme hacía ella... inquieto e indiferente, observo como lentamente ascienden en el cielo los primero rayos de luz, abriendo una fisura en la oscuridad que se va retirando. De alguna parte llega el carraspeo difuso de un transistor, eufórico, como todas las mañanas, como si no hubiera habido un ayer, una noche larga y profunda llena de sueños rotos y pesadillas que durarán el día entero, hasta que se apaguen las luces y todo vuelva a empezar, justo donde terminó la noche anterior.
Siento en el pie un roce frío y algo punzante que me produce un escalofrío. Miro hacia abajo, detenida, sobre mi pie, hay una cucaracha enorme moviendo sus antenas arriba y abajo. Por unos instantes me quedo mirándola embobado, siguiendo el movimiento de sus antenas. Me pregunto si tendrá ojos y como serán. Picado por la curiosidad, decido cogerla. La agarro suavemente entre mis dedos. Para mi sorpresa no se inquieta, ni hace nada por escapar, se mantiene absolutamente impasible, moviendo sus antenas mientras la acerco a mi rostro para verla de cerca. De pronto, me parece una criatura maravillosa; de pronto, pienso que podría cambiar mi alma por la suya; de pronto, pienso que he encontrado el secreto mejor guardado de Dios; de pronto... escucho un grito terrible. S, tras mía, pega un salto en la cama, se tapa hasta el cuello, me mira espantada con los ojos bien abiertos. "¿Qué haces, Alf? ¡Suelta ese bicho!... ¡Mátalo, mátalo, mátalo!...”, grita histérica. Yo no sé que hacer, me limito a mirarla, con la cucaracha montada en mis dedos, pegada a mi cara, avergonzado como un necrófilo sorprendido en plena faena. "Sólo quería ver sus ojos”, tartamudeo casi sin voz. "¡Dios mío!”, grita ella furiosa, queriendo decir algo, pero no puede, le faltan las palabras. Su rostro se arruga, se tuerce y, finalmente, se dilata. Puedo ver en sus ojos que le doy lástima y miedo. "Esto no puede seguir así”, me dice lenta y pesadamente.
Se levanta de la cama y corre a por su ropa. Su cuerpo desnudo, cruzando la habitación, aparece iluminado aquí, ensombrecido allí y, sin embargo, no pierde uno solo de todos sus matices, como si ella fuera ese nexo imperceptible entre la luz y la oscuridad, que se mantiene invariable en ese punto concreto en que lo uno se encuentra con lo otro, sin ser absolutamente ninguno: es principio y fin. Principio y fin, principio y fin, principio y fin... estas palabras se quedan retenidas en mi mente, chocan entre sí, como si quisieran abrir un espacio que no saben que ya existe en algún confín de mi psique en el que estuve hace ya mucho tiempo, cuando todos me hablaban y yo no decía una sola palabra, porque las palabras sufrían. Oía como gemían y les daba descanso. Las enterraba en mi mente, las silenciaba para que no sufrieran jamás y ahora, todos esos silencios contenidos en lo profundo, han despertado de su reposo. Parpadean ante los resquicios de una nueva luz que lucha por llegar a ellas, allá en el fondo; el principio necesario que define el fin de todas las cosas que he mantenido impronunciables.
"De verdad, Alf, esto, esto... no puedo con esto”, murmura ella desde el otro extremo de la habitación, con la mano en el pomo de la puerta. "A veces... no sé que... ¿quieres que hablemos?”, le pregunto sin mucha convicción. "Todo esto me supera, Alf, no es sólo esto, es... es todo... ¡No estás bien!”. Abre la puerta y se va con la mirada triste, tal vez pensando en no volver jamás, tal vez pensando en correr a consolarse en los brazos de su ex, un capullo engreído de aspecto impecable, aburrido y avaro que, sin duda, no coge cucarachas del suelo... me importa un carajo, y puede que sea cierto o puede que no: no lo sé.
Me dejo caer en la cama mirando al techo, alienado, pensando en las canas que me han empezado a salir, en los kilos que he echado, que debería de afeitarme, que debería de comprarme un pantalón nuevo que haga juego con esa camisa verde... Antes no pensaba en estas cosas, ahora, no hago otra cosa. Hasta he aprendido a disfrutar de estas trivialidades. Hace años me detenía a meditar en cosas importantes, de todas las formas posibles, ahora ya no, me niego a pensar. Más bien, trato de deshacerme de toda la mierda que he ido engullendo con los años.
Con disgusto miro el cajón en el que tengo bien oculto esa especie de Golem al que he ido dando vida en los últimos años con mi puño y letra y que soy incapaz de terminar, pensando que debería de lanzarme a pelear con él, pero no me atrevo siquiera a dar un paso más. Cuando lo pienso, siento que estoy ante algo que me ha sobrepasado, que piensa y respira por sí mismo y que no tengo ningún derecho a interferir.
El techo... vuelvo al techo, bajo por las paredes, descubro que S no está, he olvidado que se ha ido, ¿se habrá ido para siempre?, ¡qué más da! S es tan sólo otra sombra más que se escurre por la pared, mi vida entera está allí ¡Silencio! Aunque el silencio nunca es completo ni bajo tierra, siempre queda un eco, un cosquilleo que, de pronto, estalla y se convierte en un pandemónium de ruidos. Surge así, de pronto, cuando estoy solo. Todo y todos siguen ahí, nadie se ha ido, nada ha dejado de ser, me rodea, tronando como una orquesta macabra. Es para volverse loco. No sé como lo aguanto. Revivo toda mi vida en un solo acto, en una sola voz echa de muchas voces, con una sola palabra en sus labios sostenida hasta la extenuación... y de repente, se esfuma, sólo queda mi propia voz, retumbando en mi cabeza sin que entienda lo que dice.
De pronto, recuerdo que esta mañana tenía que hacer algo importante, pero no recuerdo que es. Tampoco pienso mucho en ello. Me levanto y dejo caer la aguja del tocadiscos al azar... "Lonely people burn like candles...”, entona un coro de voces venido de un tiempo antediluviano. Pienso en Thule, en Avalon, en Shambala, en todas esas tierras misteriosas ocultas en algún confín del planeta. En el espejo, mi reflejo parece caer a mis pies como si el cristal me expulsara de su interior sin vida, y después de mí, olas rugientes que traen más cuerpos sin vida hasta mi habitación, extendidos en el suelo con los ojos abiertos. Parece que la vida, aún ronde sus corazones. La música suena, la luz se rasga, mi sangre corre con fuerza, en el aire algo queda del perfume de S... parece el principio de algo bueno, eso me da valor.